LAS ESTANCIAS DE IVORIO
ESTANCIAS DEL SOL NACIENTE
Retna Dumila fue el amor de Siva,
—Joya Radiante, en el divino idioma—
y era una flor de porcelana viva.
Pero un día la flor perdió su aroma
y el aguijón de la melancolía
pinchó una vez su cuello de paloma.
Desfalleciente en el sopor del día,
—¡Dadme el manjar, oh Dios!—dijo al amante
—¡Dadme el manjar, oh Dios, que nunca hastía!...
Siva partió veloz. Tierra adelante
y en busca del manjar, cruzó en un vuelo
de Norte a Sur el áspero elefante.
Pero fue vano el tormentoso anhelo
y a la vuelta del Dios enamorado
murió Retna Dumila, hija del Cielo.
La enterraron de noche, en el cercado
y vinieron, en lenta romería,
con gajos de laurel y hojas del prado,
y hallaron en la tumba, al otro día,
la flor de arroz, brotada de su seno,
que es la flor del manjar que nunca hastía.
Lirio de carne en el terrón moreno,
yo te encontré, cuando con ansia hermana
de la del viejo dios iba sin freno;
yo te encontré en el sol de la mañana;
yo te encontré en el rimo transitorio,
Retna Dumila, flor de porcelana...
Te vi de pie, en el alto promontorio,
junto al ibis azul que te envolvía
con un vuelo espiral, Verso de Ivorio;
te vi también cuando, al nacer el día,
la Jirafa, cabeza en el reguero,
del nuevo sol quemó su pedrería;
te vi en el humo azul del pebetero,
te vi en el blanco loto de las bodas,
te vi en la gracia de primer lucero,
y en todos los caminos, bajo todas
las tardes, cuando el gong estremecía
los campos agravados de pagodas;
y en el lago del biombo, que extravía
la cola del dragón bajo las flores
y encubre al pez su cándida osadía;
y en la azucena de los surtidores
que al nocturno brocado atan su hilo
y al jardín auroral abren sus flores;
y en la dorada jaula, en el tranquilo
juncal donde comenta su morfina
la sabia dignidad del cocodrilo;
en el ánade intenso en la cortina
y en el arroz del pie, con que recorres
a un paso instable el rumbo de la espina;
y en el susto invernal con que te acorres
a la clara quietud del farolillo
que alumba el Templo de las cinco torres.
Te vi en la paz del hábito amarillo
de Sakyamuni, en cuyas frescas rosas
el lírico elefante hunde el colmillo;
Te vi en el ala de las mariposas
que dejan al caer junto a tu puerta,
su polvo tornasol sobre las cosas;
te vi en la luz de tu pupila incierta,
con que te deja apenas en el alma
el ojo chino una rendija abierta...
y al hondo afán, paréntesis de calma
tus manos son, tus manos todavía,
la flor de arroz, la suspirada palma,
tus manos, el manjar que nunca hastía...
Andrés Eloy Blanco