ODA AL ARQUITECTO
Oh antiguo Arquitecto de las gaseosas manos,
los candelabros alzan su lengua hasta tu nombre
y mi alma adelgazada te besa entre las cosas.
Tú, en la callada tierra de azafrán de los muertos
y en la ligera mesa en que huye el alfarero
con pie impar y leve.
Tú, en el confín que abrieron las blancas jerarquías
para ordenar el vuelo de las primeras aves
al fondo de una época hoy secreta en tus ojos.
Tú, en los arcos profundos de las aguas genésicas
que labraron un tímpano para las caracolas.
Tú, en el espacio eterno, veloz e inamovible,
ausente en la profunda delicia del secreto.
Irreal y perenne. Altísimo e Íntimo.
Arquitecto sagrado, de las gaseosas manos.
Por Ti las rosas mueven sus codos de frescura
y las dalias sus rótulas de ácido rocío.
Por ti el árbol reposa en su quicio de roca
y los antiguos mitos, en sus torsos de mármol,
con los ojos lejanos de mineral continuo,
fijos, despetalados, absortos de pretérito.
Tú respiras la brisa dorada del cabello,
la tibia arborescencia que lactan las gacelas,
la delgadez fragante de los hilos de hierba
y en la última tarde nos respiras el alma.
Por ti usa la abeja su brújula de rosas
buscando su capilla al través de los árboles.
Por Ti el sur del cielo enrolla sus montañas,
inunda de tristeza el fondo del zafiro
y guarda en una esmeralda el cuerpo de una niña.
Por Ti el corazón sigue golpeando el cielo
y la sangre se tiende sollozando en la tierra.
Oh invisible Arquitecto de las etéreas manos.
Tú, en la ciudad antigua rota por mil clarines,
en el carmín nostálgico de los besos heridos
y en la débil memoria de la nube en el agua.
En el cedro vendado de navíos y fábulas;
en el yodo secreto de los pies de los hongos,
sobre sus cabecitas de tierno pan mojado.
En el estío de oro y torres de amaranto
que llega con centauros y fraguas de berilo
y con rojos ramajes de escorpiones heridos.
Tú, en la física llama del tacto en nuestras manos,
en su secreto ocaso y en su clima cerúleo,
en sus ciegos riachuelos que te sienten y palpan
y en su hidrografía que va al mar del sepulcro.
Oh sagrado Arquitecto de las eternas manos.
Tú, en la buena madera que amasaste con flores,
con agua hija de nube, nutritiva y delgada.
En el árbol que cuenta los años con coronas,
en sus hojas que tienen un paladar de aroma.
En la antigua montaña, maestra de palacios.
En el bosque en que arden tus azules arterias
cuando el viento de junio suena el cuerno de caza.
En el musgo que extiende su lento manuscrito
y en el polvo durmiente que llora tus sandalias.
Tú, en la blanca vendimia que afana a tus arcángeles
y en su callado viaje alrededor del aire.
Tú, en el dorado toro que piensa en el otoño,
en su tierna memoria de gema oscurecida
y en su lenta conciencia que aún no tiene bordes.
Oh antiguo Arquitecto de las aéreas manos.
Por Ti las golondrinas llevan la primavera
con tembloroso luto al través de los mares.
Por Ti tienen los nidos modelada con briznas
la copa fiel y tibia de un seno femenino.
Por Ti cultiva el mármol su rosal geológico
y encabrita en los frisos sus caballos inmóviles.
Por Ti las codornices tienen la voz de trigo
y las hojas de invierno usan guantes de lana.
El árbol busca el humo de tu celeste altura
y las colmenas cantan su marea dorada.
Oh antiguo Arquitecto de las perfectas manos.
Tú, en la zona del ámbar que atraviesan los ángeles
con sus carros de cera, su cosecha de lino
y con los tiernos vasos de su temperatura.
Tú, en el hombro desnudo del arroyo en la espuma,
y en el aguijón lento del sonido en el sueño.
En el temblor concéntrico de los lagos heridos
y en el sepulcro errante de las voces que fueron.
En la música que anda por el cielo hace siglos
y alguna noche baja hasta nuestros oídos.
Tú, en nosotros: dormido, vigilante y profundo.
En la secreta nube de la melancolía,
en este oscuro viaje de adversidad y gloria,
en este vago sueño mortuorio que vivimos.
Respiras nuestro gozo, nuestro dolor, nuestro aire
y en la noche postrera nos respiras el alma...
1946
César Dávila Andrade