ZONA MINADA
I
Tus cabellos son la muerte en el trópico, las hormigas gigantes.
Tus cabellos voraces como el incendio o el naufragio
a orillas de tu rostro con frutas y agua fresca.
Tu garganta es un árbitro
que separa a dos desnudos atletas.
Tus brazos son dos nadadores friolentos
y en tus manos se mueven dos patrullas que te escoltan y sirven.
En tus senos hay una balanza que tiembla.
Se duerme a la redonda de tu vientre un remanso
girando hacia el remolino de tu ombligo.
En tu cintura hay una gacela.
En tu grupa, un caballo.
En tus muslos, dos alfanjes y dos tigres que se desperezan.
Tus piernas son dos rutas que conducen
a dos plazas gemelas,
y en tus pies se alínean diez arqueros
y hay dos peces, dos hongos y dos lenguas.
II
Traes un olor de islas
o de monstruosa flora con velludas arañas.
Tu voz arrastra un río que ondula entre guijarros
y en tus ojos aúlla una perra encelada.
Tu cuerpo turba como un licor áspero
—fuertes piernas con vello dulce y vivo,
istmo de tu cintura ahorcada entre dos golfos—
tu cuerpo modulado como un largo alarido.
Del talón a tu frente sube el trópico
pesando grandes frutas en ágiles balanzas.
Tu presencia clandestina me empuja
al combate del hombre y su fantasma.
Eres profunda como el llanto o el incendio,
o el cuerpo de una res despellejada viva,
o la indefensa espalda del viajero demente
devorado por las hormigas,
o la fiebre, o las bestias que se aman entre cactos,
o la sangre corriendo en caliente tumulto,
o la respiración del clavel aplastado
por un gran pie desnudo.
Cumplo la voluntad
secreta de la tierra,
para siempre encerrado en tu sellada cárcel
donde conviven cándidas aves, una pantera
y unos seres peludos y recónditos
que con hierbas salvajes de las islas preparan
los sudores y espinas
de mi sedienta muerte cotidiana.
Jorge Carrera Andrade