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V

IFIGENIA CRUEL


ORESTES

¿Diré, Pílades, el nombre que azuce
las bandadas de nombres temerosas?
Evitaré más bien el torbellino
que alzan los vientos súbitos,
y habré de conducirla paso a paso,
como a ciega extraviada que tantea el camino,
hasta dejarla donde la perdí.

—Oye, sacerdotisa: devuélveme las manos,
porque no sé contar sin libertad mi historia.

Ademán de Ifigenia, Desatan a Orestes, que continúa:

Dos veces Urano engendraba en el seno de Gea,
ensayando monstruos que la vergüenza rechaza.
Voluntad oscura, sus intentos multiplicando,
mezclaba impetuosos crímenes con virtudes severas.
En los Cíclopes era espanto la mal trazada frente
y los brazos de Briareo eran fuerza desperdiciada.
Y el Padre deshacía sus horripilantes juguetes,
bien como alfarero que ensaya el jarro dos veces.

Perra uluante, Gea sus cachorros le disputaba.
—¡Hijos del Padre loco! ¿Quién me vengará? —les decía—,
Y el último, Cronos, contraído bajo sus tetas,
tiembla de furor y designios.
Era creada ya la raza del blanco acero.
Cronos esconde la hoz, y Urano un deseo aventura;
pero, segadas a punto las uniformes flores del sexo,
la sangre del Padre loco fecunda todavía el suelo.

Erinies y Gigantes y Ninfas brotan y Diosas,
y sobre el mar, la deseada rosa:
Afrodita la llaman, hija de las espumas;
Citerea, vecina de la isla;
Kiprigenia, porque llega a Chipre batida de olas;
Filomedea, en fin, hija de los anhelos.
Así la vital angustia, derramada en sangría,
Gea, perra ululante, sigue fomentando tus crías.

Ya está mezclado el crimen en la masa del mundo.
Dioses recelosos de sus proles indeseadas
acechan a las diosas que se acuestan con hombres.
Los padres de tribus a los mancebos devoran,
y el justo Edipo, testigo insobornable,
se descuaja los ojos contra el error del cielo.
Hubo un rey en Lidia cuya casa honraba el Olimpo,
¿y osó hacer festín de las carnes de su hijo?

Como torres gigantes, los Inmoratales, mudos,
contemplan la ofrenda de Tántalo mezclada de horrores.
¿Qué hacías, Diosa hambrienta, olvidadiza Deméter,
devorando, sin saberlo, el hombro arrancando de Pélope?
Zeus Tempestuoso hinca los ojos en Tántalo,
que entra desbarrancado en los Infiernos,
donde con boca reseca jadea tras el agua que huye;
donde, por hurtárselas, los árboles sus poemas degluten.

Júntanse las partes, y Pélope vuelve a vivir;
se alza cetro en mano, y el hombro de marfil.
Pero la maldición vuela, contaminando
a todos los brotes de su gente.
Niobe deshijada, piedra que llora ríos,
ve traspasados sus hijos con flechas de oro,
y Tiestes y Atreo, en festines horrendos,
vomitan, desfallecidos, la sangre criminal del abuelo.

Y nacieron, uno de otro,
Tántalo, Pélope y Atreo,
y Agamemnón, castigador de Troya
y hermano vengador del zaino hermano.
Igual deslealtad les esperaba
con Clitemnestra, hembra matadora del macho,
y con Helena, por quien tiene hartazgo
de cadáveres la ciudad de los pájaros.
Mientras las naves huecas deshacían la ruta de Ilión,
Tramaba Clitemnestra con Egisto;
y Agamemnón cayó a mansalva,
vencido entre los brazos de su casa.

Entre los que crecían en palacio,
el mayor de los hijos
era menor que la venganza; Electra,
hermana blanca; pero, providente,
me hizo nutrir de tierra y de raíces,
abrigado de cuevas y de pieles,
montaraz y distante,
intacto cazador de Apolo.

Y, en la incertidumbre de sus noches,
el sueño de la madre dio presagios:
me veía dragón, me padecía
estrujando y sorbiendo en sus pezones
fango de leche y sangre.

Y al fin, entre relámpagos de crimen,
bajo el furor de Apolo cómplice
y la tronante cólera del cielo,
y bajo las legiones espantadas
y saltonas de Furias,
el cazador cazó a la madre adúltera.

¡Oh vino soberano
que un día me embriagaste para siempre!
¡Nunca probara yo de tu delirio,
y no me persiguiera
la indignada caterva de mi madre!

IFIGENIA

Los nombres que pronuncias irrumpen por mi frente
y se abren paso entre tumultos de sombra;
y, por primera vez, mi dorso cede
con un espanto conocido.

Me devuelvo a un dolor que presentía;
me reconozco en tu historia de sangre,
y gime, sin que yo lo entienda todavía,
un grito en mis orejas que dice: “¡Aulide! ¡Aulide!”

CORO

Asisto a los misterios — y callo.

IFIGENIA

Siento, como en la ácida mañana,
madrugar el pavor de estar despierta:
cenizosa conciencia
que torna a la mentira de los días
con una lumbre todavía de sueño,
hecha de luz funesta que transparenta el mundo.

ORESTES

Te asiré del ombligo del recuerdo;
te ataré al centro de que parte tu alma.
Apenas llego a ser tu prisionero,
cuando eres ya mi esclava.

En Aulide, los vientos nos prosperan
o los adversos dioses redoblan el resuello;
y para que los leños flotantes de las naves
sigan el curso, piden sacrificios.
La sangre de una virgen Artemisa reclama.

IFIGENIA

¡Oh Diosa, voy a ti, pues tú me llamas!

ORESTES

Aguarda, hay tiempo aún—. Ya los oráculos
designan a Ifigenia.

IFIGENIA

¡Oh Diosa!

ORESTES

Aguarda
La casta de adivinos es ávida de males.
Hija de Agamemnón: fuerza es traerte
engañada hasta el sitio de la ofrenda,
donde adelanta en pago de lágrimas la madre
el crimen que ha de cometer más tarde.

IFIGENIA

Al fin es madre, Orestes;
y espera, en las edades de la hija,
que la fruta de nietos se le rinda.
Al fin es madre, Orestes, y prolonga
hasta la pubertad el gusto de mi cuna.

Al fin, en cada hora presentía
la cosecha de una caricia nueva;
porque es todo inquietudes y sorpresas
el logro minucioso de la hija.

Odiseo me trajo prometida
al lecho de un valiente —Aquiles—. (Oye:
al crear este nombre con esfuerzo,
tengo piedad yo misma de mis labios.)

—Pero ¿qué hago, Diosa? ¿Salgo de tu misterio?
Amigas, huyo: ¡esto es el recuerdo!
Huyo, porque me siento
cogida por cien crímenes al suelo.
Huyo de mi recuerdo y de mi historia,
como yegua que intentar salirse de su sombra,

Sujétanla.

ORESTES

Sujetadla y que beba la razón
hasta lo más reacio de su huesos.
Hínchate de recuerdos,
óyelo todo: En Aulide fuiste sacrificada;
pero Artemisa te robó a su templo
a la hora en que Calcas descargaba el cuchillo,
y cayó en tu lugar, forjada de tu miedo,
cierva temblona que mugió con muerte.

IFIGENIA

Orestes, soy tu hermana sin remedio,
y en el torrente de la carne, siento
latir la maldición de Tántalo.

Pero contéstame, pues me castigas
de envidiar la miseria de las hijas de Táuride
Y desear la vida compartida
—humano pan de donde todos coman—,

¿no me estaba yo bien, guijarro de esta roca,
arista desgajada de la Diosa?
¿No me fuera más dulce la sombra en que yacía
y el destazar continuo de las víctimas?
¿A qué trajiste el rayo de mi casa
a la ribera en que estaba yo pedida?

¡Ay hermano de lágrimas, crecido
entre la palidez y el sobresalto!
¡Déjame, al menos, que te mire y palpe,
oh desvaída sombra de mi padre!

CORO

Entran los ojos en los ojos. Andan
tentándose las manos con las manos.
Y en la arena, la huella de la hermana
acomoda a la huella del hermano.

ORESTES

Y déjame que alivie tanto llanto
—¡ay hermana que fuiste mi nodriza!—
viendo rodar mi lloro por tu cara
y latir en tu cuello mi fatiga.

CORO

¡Señora! ¿Y te acaricia? ¡Y tú te doblas
debajo de su barba! Y nos pareces
más pequeñita, al paso que reviven
y te van apretando las memorias.

IFIGENIA

¡Suelta! ¡Suelta!, que mi dolor no importa,
no me abandones, Diosa,
y permite que huya de mí propia
como yegua que intenta salirse de su sombra.

ORESTES

¿Recuerdas?

IFIGENIA

Sí. —Llegamos en el carro:
mi madre —porque es mi madre, Orestes—,
tú, tierno niño que sólo ríe y llora,
yo, y los presentes de mi boda.

Me bajaron en brazos las muchachas de Calcis,
como a la prometida del nieto de Nereo;
y a ti, con delicadas manos,
para no sacudir tu frágil sueño;

que eran asustadizos los caballos,
y no obedecían a la voz.

Saltamos como terneras sueltas en prado.
Ignorando las rudezas del campamento,
yo, corazón nupcial, fiesta hacía de todo.
Y he visto a los dos Ayaces, amigos de armas;
y a Protesilao y Palamedes
que jugaban con unas figurillas;
y a Diomedes, hecho a lanzar el disco;
y al portentoso Merión, raza de Ares;
y al hijo de Laertes, engañoso;
y al hermano Nireo, el más hermoso.

A pie, de lejos, disputaba Aquiles
—oh sienes mías hechas al dolor—
victoria de carrera a la cuadriga
de Eumelo, que acosaba a los caballos
blancos del yugo,
y a los rojos manchados que iban a larga rienda.

CORO

¡Oh Paris, Paris, que con la flauta frigia
apacentabas novillos en la Ida!
¡Oh juez de diosas y ladrón de hogares,
cómo va a perecer por ti la flor del año!

ORESTES

Di, ¿conociste a Aquiles?

IFIGENIA

No, sino en el relato de mi madre
que, con estrago de dolor y miedo,
se echó a sus pies, pudores olvidando.

Alumno de Quirón, hijo de diosa,
era ajeno al engaño, y fue a salvarme.
Lloraba sin rubor: ¡era tan joven!
No negaba el pavor: ¡era tan bravo!
No quiso conocerme: ¡era tan casto!

ORESTES

Prosigue.

IFIGENIA

¡Infierno, Infierno!
Tu boca misma habló por Clitemnestra.
Me hizo llegar, trayéndote en el manto,
y a mí, que lo quería más que todos,
me redujo a escuchar lo que le dijo al padre.

CORO

Un gran dolor ahoga la vergüenza.

IFIGENIA

Dijo: “Me arrebataste a mi primer marido;
y, arrancándomelo de los pechos,
estrellaste a mi primer hijo contra el suelo.
Mi padre hizo la paz en los hermanos,
y fui casta y sobria en tu palacio.
Tres hijas y un hijo te he dado.
Te sales de tus tierras por ajenos agravios,
y, además de tu aposento vacío,
¿quieres que llore ahora la muerte de Ifigenia?
¿Y qué frente ofrecerás mañana
al beso de tus hijos sin hermana?
Que ceda Menelao a su hija Hermione:
suya es la ofensa, no son ciegos los dioses.
¡Oh mano que manda de lejos!
¿Arrastrarás tu propia hija por los cabellos
hasta el ara de la Divina Cazadora,
y yo la seguiré, sin soltar sus vestidos,
hecha consternación de tus ejércitos?”

ORESTES

¿Y yo, entretanto?

IFIGENIA

No sabías hablar, ¡oh el más amado!
Con lágrimas y brazos implorantes
tú me ayudaste, en fin, cuanto podías,
Estreché con el tuyo el cuerpo de mi padre,
como con elocuente rama de suplicantes:

—“Yo la primera te he llamado padre;
tú la primera me llamaste hija;
gozosas nupcias prometiste un día,
y yo soñaba en acogerte, anciano,
entre próspera bulla de la prole.

Insano afán de navegar a tierras bárbaras
te hace dejar la tierra
donde cortan jacintos y rosas los que dio a luz mi madre.
Mas yo no debo amar demasiado la vida.
—¡Dispón, oh Clacas, de mi ración de sangre!”

Y desvié los ojos
del bulto convulsivo de mi madre.
Calcas alzó la mano: ¿se oyó el golpe?

ORESTES

He aquí que te encuentro muerta y viva,
sacrificada y sacrificadora.

IFIGENIA

Con sospecha.

¿A qué viniste, di?

ORESTES

En busca tuya.

IFIGENIA

Recobrando su arrogancia perdida.

¿Para que siga hirviendo en mis entrañas
la culpa de Micenas, y mi leche
críe dragones y amamante incestos;
y salgan maldiciones de mi techo
resecando los campos de labranza,
y a mi paso la peste se difunda,
mueran los toros y se esconda la luna?

¿En busca mía, para que conciba
nuevos horrores mi carne enemiga?
¿Para que aborten las madres a mi paso,
y para que, al olor de la nieta de Tántalo,
los frutos y las aguas huyan de mi contagio?

ORESTES

Por el sello que llevas en la frente,
hija de Agamemnón, ante los tauros
oye la orden que traigo de Apolo:
Me seguirás hasta Micenas de oro,
y volverás a la casera rueca,
y cumplirás con dar los brotes nuevos
a la familia en que naciste hembra.

Fuerza será que, complaciente esposa,
te alimente en su casa algún príncipe aqueo,
No se corta la sangre sin mandato divino.

IFIGENIA

Huiré de mí propia,
como yegua acosada que salta de su sombra

ORESTES

Me seguirás, y ceñirás la vida
a que las altas normas te condenan.
Cualquier dolor pasado
es, a los mismos dioses, duro espanto.
¿Quieres romper con la Necesidad.
vuelta contra el latido que llevas en el vientre?
¿Y qué harás, insensata,
para quebrar la sílabas del nombre que padeces?

IFIGENIA

¡Virtud escasa, voluntad escasa!
¡Pajarillo cazado entre palabras!
Si la imaginación, henchida de fantasmas,
no sabrá ya volver del barco en que tú partas,
la lealtad del cuerpo me retendrá plantada
a los pies de Artemisa, donde renazco esclava.

Robarás una voz, rescatarás un eco;
un arrepentimiento, no un deseo.
Llévate entre las manos, cogidas con tu ingenio,
estas dos conchas huecas de palabras: ¡No quiero!

Refúgiase en el templo, desapareciendo de la escena.

TOAS

He aprendido a llorar ajenos males
y a gozar con mesura el bien que alcanzo.
No puede el noble decir lo que le plazca.
¡Qué vanas apariencias nos gobiernan!
Cierto es que servimos a la plebe.
Licencia tienen otros para clamar a voces,
no el monarca prudente,
que sólo con el ceño engendra nubes.

CORO

Nadie que no sea sensato
mande en las plazas de los hombres.
Oh rey de leves pies de ave:
hay sed de tu clemencia.

TOAS

Como dirigiéndose a Ifigenia.

Todo lo sé: la onda cordial desata,
voluntad que anulaste la porfía
del bien y el mal; dureza generosa,
basa de templos, muralla de ciudades.

Boca de dictar leyes,
mano de hacer y deshacer cadenas,
frente para corona verdadera,
¿qué nombre te daremos?

Todo lo sé: la onda cordial desata,
cólmate de perdón hasta que sientas
lo turbio de una lágrima en los ojos:
Mata el rencor, e incéndiate de gozo.

CORO

Alta señora cruel y pura:
compénsate a ti misma, incomparable;
acaríciate sola, inmaculada;
llora por ti, estéril;
ruborízate y ámate, fructífera;
asústate de ti, músculo y daga;
escoge el nombre que te guste
y llámate a ti misma como quieras:
ya abriste pausa en los destinos, donde
brinca la fuente de tu libertad.

TOAS

Destuerzan la senda los náufragos.
Dadles, tauros, remos y velas.
Oh mar: tuyo era el mensaje:
guárdalos tú de tus procelas.

Seguidos del pueblo, aléjanse hacia el mar Pílades
y Orestes, brazo en le hombro, dobladas las barbas
sobre el pecho.

CORO

¡Oh mar que bebiste la tarde
hasta descubrir sus estrellas:
no lo sabías, y ya sabes
que los hombres se libran de ellas!

Ha anochecido. Las primeras luces se atreven.

                                        TELÓN

autógrafo

Alfonso Reyes


«Ifigenia cruel» (1923)
Voz: Alfonso Reyes Voz: Alfonso Reyes


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Incluido en Constancia poética (1959). III. Ifigenia cruel [1923]