VISIÓN DE ANÁHUAC
II
Parecía a las casas de encantamiento que cuentan en el libro de
Amadís... No sé cómo lo cuente.
BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO
Dos lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce.
Sus aguas se mezclan con ritmos de marca, en el estrecho formado por
las sierras circundantes y un espinazo de montañas que parte del
centro. En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli,
como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro
puertas y tres calzadas, anchas de dos lanzas jinetas. En cada una de
las cuatro puertas, un ministro grava las mercancías.
Agrúpanse los edificios en masas cúbicas; la piedra
está llena de labores, de grecas. Las casas de losseñores
tienen vergeles en los pisos altos y bajos, y un terrado por donde
pudieran correr cañas hasta treinta hombres a caballo. Las
calles resultan cortadas, a trechos, por canales. Sobre los canales
saltan unos puentes, unas vigas de madera labrada capaces de diez
caballeros. Bajo ios puentes se deslizan las piraguas llenas de fruta.
El pueblo va y viene por la orilla de los canales, comprando el agua
dulce que ha de beber: pasan de unos brazos a otros las rojas vasijas.
Vagan por los lugares públicos personas trabajadoras y maestros
de oficio, esperando quien los alquile por sus jornales. Las
conversaciones se animan sin gritería: finos oídos tiene
la raza, y, a veces, se habla en secreto. Óyense unos dulces
chasquidos; fluyen las vocales, y las consonantes tienden a licuarse.
La charla es una canturía gustosa. Esas xés, esas
tlés, esas chés que tanto nos alarman escritas, escurren
de los labios del indio con una suavidad de aguamiel.
El pueblo se atavía con brillo, porque está a la vista de
un grande emperador. Van y vienen las túnicas de algodón
rojas, doradas, recamadas, negras y blancas, con ruedas de plumas
superpuestas o figuras pintadas. Las caras morenas tienen una
impavidez sonriente, todas en el gesto de agradar. Tiemblan en la oreja
o la nariz las arracadas pesadas, y en las gargantas los collaretes de
ocho hilos, piedras de colores, cascabeles y pinjantes de oro. Sobre
los cabellos, negros y lacios, se mecen las plumas al andar. Las
piernas musculosas lucen aros metálicos, llevan antiparas de
hoja de plata con guarniciones de cuero —cuero de venado amarillo y
blanco. Suenan las flexibles sandalias. Algunos calzan zapatones de un
cuero como de marta y suela blanca cosida con hilo dorado. En las manos
aletea el abigarrado moscador, o se retuerce el bastón en forma
de culebra con dientes y ojos de nácar, puño de piel
labrada y pomas de pluma. Las pieles, las piedras y metales, la pluma y
el algodón confunden sus tintes en un incesante tornasol y
—comunicándoles su calidad y finura— hacen de los hombres unos
delicados juguetes.
Tres sitios concentran la vida de la ciudad: en toda ciudad normal otro
tanto sucede. Uno es la casa de los dioses, otro el mercado, y el
tercero el palacio del emperador. Por todas las colaciones y barrios
aparecen templos, mercados y palacios menores. La triple unidad
municipal se multiplica, bautizando con un mismo sello toda la
metrópoli.
El templo mayor es un alarde de piedra. Desde las montañas de
basalto y de pórfido que cercan el valle, se han hecho rodar
moles gigantescas. Pocos pueblos —escribe Humboldt— habrán
removido mayores masas. Hay un tiro de ballesta de esquina a esquina
del cuadrado, base de la pirámide. De la altura, puede
contemplarse todo el panorama chinesco. Alza el templo cuarenta torres,
bordadas por fuera, y cargadas en lo interior de imaginería,
zaquizamíes y maderamiento picado de figuras y monstruos. Los
gigantescos ídolos —afirma Cortés— están hechos
con una mezcla de todas las semillas y legumbres que son alimento del
azteca. A su lado, el tambor de piel de serpiente que deja oír a
dos leguas su fúnebre retumbo; a su lado, bocinas, trompetas y
navajones. Dentro del templo pudiera caber una villa de quinientos
vecinos. En el muro que lo circunda, se ven unas moles en figura de
culebras asidas, que serán más tarde pedestales para las
columnas de la catedral. Los sacerdotes viven en la muralla o cerca del
templo; visten hábitos negros, usan los cabellos largos y
despeinados, evitan ciertos manjares, practican todos los ayunos. Junto
al templo están recluidas las hijas de algunos
señores, que hacen vida de monjas y gastan los días
tejiendo en pluma.
Pero las calaveras expuestas, y los testimonios ominosos del
sacrificio, pronto alejan al soldado cristiano, que, en cambio, se
explaya con deleite en la descripción de la feria.
Se hallan en el mercado —dice— “todas cuantas cosas se hallan en toda
la tierra”. Y después explica que algunas más, en punto a
mantenimientos, vituallas, platería. Esta plaza principal
está rodeada de portales, y es igual a dos de Salamanca.
Discurren por ella diariamente —quiere hacernos creer— sesenta mil
hombres cuando menos. Cada especie o mercaduría tiene su calle,
sin que se consienta confusión. Todo se vende por cuenta y
medida, pero no por peso. Y tampoco se tolera el fraude: por entre
aquel torbellino, andan siempre disimulados unos celosos agentes, a
quienes se ha visto romper las medidas falsas. Diez o doce jueces, bajo
su solio, deciden los pleitos del mercado, sin ulterior trámite
de alzada, en equidad y a vista del pueblo. A aquella gran plaza
traían a tratar los esclavos, atados en unas varas largas y
sujetos por el collar.
Allí venden —dice Cortés— joyas de oro y plata, de plomo,
de latón, de cobre, de estaño; huesos, caracoles y
plumas; tal piedra labrada y por labrar; adobes, ladrillos, madera
labrada y por labrar. Venden también oro en grano y en polvo,
guardado en cañutos de pluma que, con las semillas más
generales, sirven de moneda. Hay calles para la caza, donde se
encuentran todas las aves que congrega la variedad de los climas
mexicanos, tales como perdices y codonices, gallinas, lavancos,
dorales, zarcetas, tórtolas, palomas y pajaritos en
cañuela; buharros y papagayos, halcones, águilas,
cernícalos, gavilanes. De las aves de rapiña se venden
también los plumones con cabeza, uñas y pico. Hay
conejos, liebres, venados, gamos, tuzas, topos, lirones y perros
pequeños que crían para comer castrados. Hay calle de
herbolarios, donde se venden raíces y yerbas de salud, en cuyo
conocimiento empírico se fundaba la medicina: más de mil
doscientas hicieron conocer los indios al doctor Francisco
Hernández, médico de cámara de Felipe II y Plinio
de la Nueva España. Al lado, los boticarios ofrecen
ungüentos, emplastos y jarabes medicinales. Hay casas de
barbería, donde lavan y rapan las cabezas. Hay casas donde se
come y bebe por precio. Mucha leña, astilla de ocote,
carbón y braserillos de barro. Esteras para la cama,y otras,
más finas, para el asiento o para esterar salas y
cámaras. Verduras en cantidad, y sobre todo, cebolla, puerro,
ajo, borraja, mastuerzo, berro, acedera, cardos y tagarninas. Los
capuunes y las ciruelas son las frutas que más se venden. Miel
de abejas y cera de panal; miel de caña de maíz, tan
untuosa y dulce como la de azúcar; miel de maguey, de que hacen
también azúcares y vinos. Cortés, describiendo
estas mieles al Emperador Carlos V, le dice con encantadora sencillez:
“¡mejores que el arrope!” Los hilados de algodón para
colgaduras, tocas, manteles y pañizuelos le recuerdan la
alcaicería de Granada. Asimismo hay mantas, abarcas, sogas,
raíces dulces y reposterías, que sacan del
henequén. Hay hojas vegetales de que hacen su papel. Hay
cañutos de olores con liquidámbar, llenos de tabaco.
Colores de todos los tintes y matices. Aceites de chía que unos
comparan a mostaza y otros a zaragatona, con que hacen la pintura
inatacable por el agua: aún conserva el indio el secreto de esos
brillos de esmalte, lujo de sus jícaras y vasos de palo. Hay
cueros de venado con pelo y sin él, grises y blancos,
artificiosamente pintados; cueros de nutrias, tejones y gatos monteses,
de ellos adobados y de ellos sin adobar. Vasijas, cántaros y
jarros de toda forma y fábrica, pintados, vidriados y de
singular barro y calidad. Maíz en grano y en pan, superior al de
las Islas conocidas y Tierra Firme. Pescado fresco y salado, crudo y
guisado. Huevos de gallinas y ánsares, tortillas de huevos de
las otras aves.
El zumbar y ruido de la plaza —dice Bernal Díaz— asombra a los
mismos que han estado en Constantinopla y en Roma. Es como un mareo de
los sentidos, como un sueño de Breughel, donde las
alegorías de la materia cobran un calor espiritual. En
pintoresco atolondramiento, el conquistador va y viene por las calles
de la feria, y conserva de sus recuerdos la emoción de un raro y
palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en
cohete los colores; el apetito despierta al olor picante de las yerbas
y las especias. Rueda, se desborda del azafate todo el paraíso
de la fruta: globos de color, ampollas transparentes, racimos de
lanzas, piñas escamosas y cogollos de hojas. En las bateas
redondas de sardinas, giran los reflejos de plata y de azafrán,
las orlas de aletas y colas en pincel; de una cuba sale la bestial
cabeza del pescado, bigotudo y atónito. En las calles de la
cetrería, los picos sedientos; las alas azules y guindas,
abiertas como un laxo abanico; las patas crispadas que ofrecen una
consistencia terrosa. de raíces; el ojo, duro y redondo, del
pájaro muerto. Más allá, las pilas de granos
vegetales, negros, rojos, amarillos y blancos, todos relucientes y
oleaginosos. Después, la venatería confusa, donde
sobresalen, por entre colinas de lomos y flores de manos callosas, un
cuerno, un hocico, una lengua colgante: fluye por el suelo un hilo rojo
que se acercan a lamer los perros. A otro término, el
jardín artificial de tapices y de tejidos; los juguetes de metal
y de piedra, raros y monstruosos, sólo comprensibles —siempre—
para el pueblo que los fabrica y juega con ellos; los mercaderes
rifadores, losjoyeros, los pellejeros, los alfareros, agrupados
rigurosamente por gremios, como en las procesiones de Alsloot. Entre
las vasijas morenas se pierden los senos de la vendedora. Sus brazos
corren por entre el barro como en su elemento nativo: forman asas a
los jarrones y culebrean. por los cuellos rojizos. Hay, en la cintura de
las tinajas, unos vivos de negro y oro que recuerdan el collar
ceñido a su garganta Las anchas ollas parecen haberse sentado,
como la india, con las rodillas pegadas y los pies paralelos. El agua,
rezumando, gorgoritea en los búcaros olorosos.
Lo más lindo de la plaza —declara Gómara— está en
las obras de oro y pluma, de que contrahacen cualquier cosa y color. Y
son los indios tan oficiales desto, que hacen de pluma una mariposa, un
animal, un árbol, una rosa, las flores, las yerbas y
peñas, tan al propio que parece lo mismo que o está vivo
o natural. Y acontéceles no comer en todo un día,
poniendo, quitando y asentando la pluma, y mirando a una parte y otra,
al sol, a la sombra, a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o
contrapelo, o al través, de la haz o del envés; y, en
fin, no la dejan de las manos hasta ponerla en toda perfección.
Tanto sufrimiento pocas naciones le tienen, mayormente donde hay
cólera como en la nuestra.
El oficio más primo y artificioso es platero; y así,
sacan al mercado cosas bien labradas con piedra y hundidas con fuego:
un plato ochavado, el un cuarto de oro y el otro de plata, no soldado,
sino fundido y en la fundición pegado; una ‘ calderica que sacan
con su asa, como acá una campana, pero suelta; un pesce con una
escama de plata y otra de oro, aunque tengan muchas. Vacían un
papagayo, que se le ande la lengua, que se le meneen la cabeza y las
alas. Funden una mona, que juegue pies y cabeza y tenga en las manos un
huso que parezca que hila, o una manzana que parezca que come. Y lo
tuvieron a mucho nuestros españoles, y los plateros de
acá no alcanzan el primor. Esmaltan asimismo, engastan y labran
esmeraldas, turquesas y otras piedras, y agujeran perlas...
Los juicios de Bernal Díaz no hacen ley en materia de arte, pero
bien revelan el entusiasmo con que los conquistadores consideraron al
artífice indio: “Tres indios hay en la ciudad de México
—escribe— tan primos en su oficio de entalladores y pintores, que se
dicen Marcos de Aquino y Juan de la Cruz y el Crespillo, que si fueran
en tiempo de aquel antiguo y afamado Apeles y de Miguel Ángel o
Berruguete, que son de nuestros tiempos, les pusieran en el
número delios”.
El emperador tiene contrahechas en oro y plata y piedras y plumas todas
las cosas que, debajo del cielo, hay en su señorío. El
emperador aparece, en las viejas crónicas, cual un fabuloso
Midas cuyo trono reluciera tanto como el sol. Si hay poesía en
América —ha podido decir el poeta—, ella está en el gran
Moctezuma de la silla de oro. Su reino de oro, su palacio de oro, sus
ropajes de oro, su carne de oro. Él mismo ¿no ha de
levantar sus vestiduras para convencer a Cortés de que no es de
oro? S~isdominios se extienden hasta términos desconocidos; a
todo correr, parten a los cuatro vientos sus mensajeros, para hacer
ejecutar sus órdenes. A Cortés, que le pregunta si era
vasallo de Moctezuma, responde un asombrado cacique:
—Pero ¿quién no es su vasallo?
Los señores de todas esas tierras lejanas residen mucha parte
del año en la misma corte, y envían sus
primogénitos al servicio de Moctezuma. Día por día
acuden al palacio hasta seiscientos caballeros, cuyos servidores y
cortejo llenan dos o tres dilatados patios y todavía hormiguean
por la calle, en los aledaños de los sitios reales. Todo el
día pulula en torno al rey el séquito abundante, pero sin
tener acceso a su persona. A todos se sirve de comer a un tiempo, y la
botillería y despensa quedan abiertas para el que tuviere hambre
y sed.
Venían trescientos o cuatrocientos mancebos con el manjar, que
era sin cuento, porque todas las veces que comía y cenaba [el
emperador] le traían todas las maneras de manjares, así
de carnes como de pescados y frutas y yerbas que en toda la tierra se
podían haber. Y porque la tierra es fría, traían
debajo de cada plato y escudilla de manjar un braserico con brasa, por
que no se enfriase.
Sentábase el rey en una almohadilla de cuero, en medio de un
salón que se iba poblando con sus servidores; y mientras
comía, daba de comer a cinco o seis señores ancianos que
se mantenían desviados de él. Al principio y fin de las
comidas, unas servidoras le daban aguamanos, y ni la toalla, platos,
escudillas ni braserillos que una vez sirvieron volvían a
servir. Parece que mientras cenaba se divertía con los chistes
de sus juglares y jorobados, o se hacía tocar música de
zampoñas, flautas, caracoles, huesos y atabales, y otros
instrumentos así. Junto a él ardían unas ascuas
olorosas, y le. protegía de las miradas un biombo de madera.
Daba a los truhanes los relieves de su festín, y les convidaba
con jarros de chocolate. “De vez en cuando —recuerda Bernal
Díaz— traían unas como copas de oro fino, con cierta
bebida hecha del mismo cacao, que decían era para tener acceso
con mujeres”.
Quitada la mesa, ida la gente, comparecían algunos
señores, y después los truhanes y jugadores de pies. Unas
veces el emperador fumaba y reposaba, y otras veces tendían una
estera en el patio, y comenzaban los bailes al compás de los
leños huecos. A un fuerte silbido rompen a sonar los tambores, y
los danzantes van apareciendo con ricos mantos, abanicos, ramilletes de
rosas, papahigos de pluma que fingen cabezas de águilas, tigres
y caimanes. La danza alterna con el canto; todos se toman de la mano y
empiezan por movimientos suaves y voces bajas. Poco a poco van
animándose; y, para que el gusto no decaiga, circulan por entre
las filas de danzantes los escanciadores, colando licores en los
jarros.
Moctezuma “vestíase todos los días cuatro maneras de
vestiduras, todas nuevas, y nunca más se las vestía otra
vez. Todos los señores que entraban en su casa, no entraban
calzados”, y cuando comparecían ante él, se
mantenían humillados, la cabeza baja y sin mirarle a la cara.
“Ciertos señores —añade Cortés— reprendían
a los españoles, diciendo que cuando hablaban conmigo estaban
exentos, mirándome a la cara, que parecía desacatamiento
y poca vergüenza”. Descalzábanse, pues, los señores,
cambiaban los ricos mantos por otros más humildes, y se
adelantaban con tres reverencias: “Señor—mi señor—gran
señor”. “Cuando salía fuera el dicho Moctezuma, que era
pocas veces, todos los que iban por él y los que topaba por las
calles le volvían el rostro, y todos ios demás se
postraban hasta que él pasaba” —nota Cortés.
Precedíale uno como lictor con tres varas delgadas, una de las
cuales empuñaba él cuando descendía de las andas.
Hemos de imaginarlo cuando se adelanta a recibir a Cortés,
apoyado en brazos de dos señores, a pie y por mitad de una ancha
calle. Su cortejo, en larga procesión, camina tras él
formando dos hileras, arrimado a los muros. Precédenle sus
servidores, que extienden tapices a su paso.
El emperador es aficionado a la caza; sus cetreros pueden tomar
cualquier ave a ojeo, según es fama; en tumulto, sus monteros
acosan a las fieras vivas. Mas su pasatiempo favorito es la caza de
altanería; de garzas, milanos, cuervos y picazas. Mientras unos
andan a volatería con lazo y señuelo, Moctezuma tira con
el arco y la cerbatana. Sus cerbatanas tienen los broqueles y
puntería tan largos como un jeme, y de oro; están
adornadas con formas de flores y animales.
Dentro y fuera de la ciudad tiene sus palacios y casas de placer, y en
cada una su manera de pasatiempo. Ábrense las puertas a calles y
plazas, dejando ver patios con fuentes, losados como los tableros de
ajedrez; paredes de mármol y jaspe, pórfido, piedra
negra; muros veteados de rojo, muros traslucientes; techos de cedro,
pino, palma, ciprés, ricamente entallados todos. Las
cámaras están pintadas y esteradas; tapizadas otras con
telas de algodón, con pelo de conejo y con pluma. En el oratorio
hay chapas de oro y plata con incrustaciones de pedrería. Por
los babilónicos jardines —donde no se consentía hortaliza
ni fruto alguno de provecho— hay miradores y corredores en que
Moctezuma y sus mujeres salen a recrearse; bosques de gran circuito con
artificios de hojas y flores, conejeras, vivares, riscos y
peñoles, por donde vagan ciervos y corzos; diez estanques de
agua dulce o salada, para todo linaje de aves palustres y marinas,
alimentadas con ci alimento que les es natural: unas con pescados,
otras con gusanos y moscas, otras con maíz, y algunas con
semillas más finas. Cuidan de ellas trescientos hombres, y otros
cuidan de las aves enfermas. Unos limpian los estanques, otros pescan,
otros les dan a las aves de comer; unos son para espulgarlas, otros
para guardar los huevos, otros para echarlas cuando encloquecen, otros
las pelan para aprovechar la pluma. A otra parte se hallan las aves de
rapiña, desde los cernícalos y alcotanes hasta el
águila real, guarecidas bajo toldos yprovistas de sus
alcándaras. También hay leones enjaulados, tigres, lobos,
adives, zorras, culebras, gatos, que forman un infierno de ruidos, y a
cuyo cuidado se consagran otros trescientos hombres. Y para que nada
falte en este museo de historia natural, hay aposentos donde viven
familias de albinos, de monstruos, de enanos, corcovados y demás
contrahechos.
Había casas para granero y almacenes, sobre cuyas puertas se
veían escudos que figuraban conejos, y donde se aposentaban los
tesoreros, contadores y receptores; casas de armas cuyo escudo era un
arco con dos aljabas, donde había dardos, hondas, lanzas y
porras, broqueles y rodelas, cascos, grebas y brazaletes, bastos con
navajas de pedernal, varas de uno y dos gajos, piedras rollizas hechas
a mano, y unos como paveses que, al desenrollarse, cubrían todo
el cuerpo del guerrero.
Cuatro veces el Conquistador Anónimo intentó recorrer los
palacios de Moctezuma: cuatro veces renunció, fatigado.*
Alfonso Reyes
* Se dice ahora, según entiendo, que la Crónica del Conquistador Anónimo es una invención de Alonso de Ulloa, fundada en Cortés y adoptada por el Ramusio. Ello no afecta a esta descripción.—1955.