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LA MUERTE DE SÓCRATES

Después de muchas horas de discusión enfebrecida
proclamaron: «Ha de morir el hijo de la partera,
su elocuente palabra puede conducirnos a todos a la muerte».
Hacía ya tres noches que Atenas comentaba, por boca de los jóvenes,
el entusiasmo que, en la casa de Céfalo, se apoderó de los presentes
al señalarles Sócrates las normas que habrían de regir el nuevo Estado.
Esta fue la razón de que aprobasen, en conciliábulo secreto, la muerte del filósofo,
ya que a su vez todos estaban condenados por la palabra de aquel hombre.
Muy larga fue la discusión, y acalorada, pero también fue noble por parte de unos pocos;
y sólo al argumento de estos últimos, pasados tantos años de aquel torpe homicidio,
debo yo darle vida en mis palabras.
Porque sus corazones eran buenos,
aun advirtiendo en ellos acciones muy confusas
cuyos informes trazos eran fruto de la debilidad del ser humano,
injustos hechos, por no haber alcanzado todavía
aquel conocimiento deseado de la oculta verdad,
y otros sucesos mínimos, no menos deplorables.
Mas repasando ahora sus vidas, otras acciones fueron
las que debieron merecer la gratitud de los conciudadanos,
pues al oído de sus hijos
pusieron como ejemplo a imitar el de aquellos varones.
Esto es cierto, los corazones nobles eran pocos:
la miserable envidia, el temor de perder la preeminencia, ruin resentimiento,
oscuras fueron las razones que impulsaron la muerte.
Pero no en los que digo, tan sólo coincidentes en el miedo a morir,
pues sustentaban la sentencia en una reflexión
que admita, acaso, alguno de vosotros.
Es más, mientras vivieron
sintieron el dolor por la muerte de Sócrates,
el hombre en quien veían al mejor ateniense,
y aún propusieron aplicar, y así lo hicieron, algunas de sus normas.

          La creación del nuevo Estado
significaba el sacrificio de los que hubieran alcanzado mayor edad de los diez años,
deportados en masa para labrar la tierra,
porque según los estatutos de la nueva República
la educación viciaba los espíritus todos.
Estimaba el mejor que el sacrificio suyo no importaba
(pues era desasido de los bienes y también de la vida;
digno de figurar, si no al lado de Sócrates, en línea con Glaucón o con su hermano),
pero tenía un hijo de tres años,
tullido de las piernas, y aunque de bella faz,
incapaz de ejercicios gimnásticos;
según la nueva ley,
condenado a morir por vicio natural.
Otras razones personales nos parecen más débiles,
pues alguien defendía la vida de un pariente querido
condenado, sin duda, por ser incorregible su maldad en algunos aspectos de su alma.
Eran siempre razones personales,
como el miedo a morir que a todos dominaba,
o esta extraña razón que algunos expusieron con documentos abundantes:
la calidad de los discípulos,
era inferior, en mucho, a la de Sócrates,
y algunos no llegaban a la altura de los medianos ciudadanos.
Y al repasar la vida y las costumbres de cada uno de ellos
advirtieron que no correspondían la palabra y el acto;
era simulación en ellos la doctrina,
y el hecho evidenciaba la condición hipócrita.

Las razones más nobles de que muriera Sócrates
fueron, pues, éstas (débiles, sin embargo, al sereno entender
de la historia futura):
engendra, muchas veces, acerba crueldad
la mirada del puro,
pues no ve que del justo principio se deriva el error en ocasiones;
y en el ojo del puro se adhiere red tupida
que impide distinguir en los discípulos la verdad del espíritu.

Y sin embargo, Sócrates sabía
que su Estado no habría de existir sobre la tierra,
pues sólo era un modelo de virtud
para ayudar al hombre a que ordenase la conducta del alma.

                      * * *

(Este seco relato de aquel crimen político
lo dejaron por escrito, y hoy se escribe, se escribirá mañana,
al cumplirse cien años del oscuro homicidio).

autógrafo

Francisco Brines


«Ensayo de una despedida. Obras completas
Materia narrativa inexacta» (1965)


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