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          CIUDAD CONQUISTADA
          (TENOCHTITLÁN-MÉXICO)

A Amado Nervo

                                    I

Vino del mar el grupo de hombres blancos y hermosos,
más fuertes que titanes, más altos que colosos,
que en la playa, aquel día, surgieron de repente
como una visión rara.
                                      Tenía uno en la frente
un lucero; otro héroe blandía en la mirada
un rayo que era como la hoja de una espada;
otro, encima del peto, la cruz; otro, en la mano,
un halcón de nobleza; y otro, un laurel pagano:
todos vaciados eran como en un molde, todos
se entendían al simple contacto de sus codos,
todos tenían su alma bajo del mismo cuño
y se apretaban como los dedos en un puño.

El capitán lucía por signo de grandeza
un Sol, como aureola, detrás de la cabeza;
mostraba una caricia perpetua de ternura
en el tornasolado metal de su armadura;
y si los pies movía dejaba como huella
una flor... una estrella... y una flor... una estrella...

—Y bien; ¿para qué naves?—
                                                  En la extensón remota
del mar, se balanceaba la aventurera flota,
como si recordase, desplegando en los cielos
sus lonas, el simbólico adiós de los pañuelos,
con que madres, hermanas, novias, en sus dolores,
despidieron al grupo de los Conquistadores.

—¿Para qué naves?—
                                    Todos tendrán la misma suerte
El regreso es infame... La victoria o la muerte.
Y, como en una de esas hazañas, a que Homero
consagra sus mejores exámetros de acero,
Hernán-Cortés, a modo de un dios del paganismo,
manda quemar sus naves.
                                              El encrespado abismo
del mar hincha sus olas con regocijo; y luego
que se enrosca en las naves la serpiente del fuego,
cada ola que lame los pies de los soldados
tiende sobre la arena leños carbonizados.

El héroe, con los ojos sin fin y alta la frente,
se queda pensativo, mirando largamente
el desfile, que es como de penachos y golas,
de las espumas blancas sobre las negras olas;
y, de súbito, lleno de la fe más segura,
clava los ojos contra las selvas de la altura
que se encrespan encima de los riscos, se siente
ungido por la gloria, y, ante su brava gente,
extiende como un guía, hacia el confín lejano,
con gesto majestuoso, la imperativa mano.

Estremécese el grupo; ruge el león de España;
y un tropel de caballos penetra en la montaña...

                                    II

Era la fuerte raza de cobre. Era la fuerte
raza que en sus altares rindió culto a la Muerte,
ofrendando a sus dioses de figuras extrañas,
víctimas palpitantes y sangrientas entrañas.
Era la vieja estirpe del Anáhuac.
                                                          Un día
llegó a través de siglos, llena de poesía
heroica y resonante (que en la penumbra inquieta
florece y que hasta ahora no ha tenido un poeta)
con el afán de río que se desborda.
                                                                Noche.
de misterio a su espalda pendía bajo un broche
sangriento : anduvo... anduvo... más de trescientos años,
por comarcas salvajes y países huraños,
hasta que en las orillas de un lago de leyenda
paró los pies errantes y levantó su tienda.

Acueductos de entonces y anticuados canales
siguen aprisionando los bullentes cristales;
están en pie los muros de los templos; malezas
en las desnudas rocas, visten las fortalezas;
y los árboles viejos que volcaban sus copas
sobre el baño, en que libres del peso de sus ropas,
lavaban las mujeres del rey su carne un día,
siguen corno esperando mujeres todavía...

Era la fuerte raza de cobre. Era la fuerte
raza en cuyas historias, que son cuentos de muerte,
Quantlahuatl bravea, Netzahualcóyolt canta
y Cuauhtémoc tranquilo pone al fuego la planta...

¡Gran poesía, fuerte poesía, gloriosa
poesía la de esa raza que no reposa!
Arranca de la altura del éxodo tolteca;
y como una cascada que al chocar se desfleca
salta en las siete tribus, bulle en la gran laguna
y tiembla como un sueño besado por la Luna,
cuando, ante la sorpresa de todas las montañas,
de súbito aparece la isla entre espadañas.
Llega la poesía del símbolo que miente
un águila en el charco que pica una serpiente;
y llega, como en una visión de otra divina
Salambó que en pie se alza sobre la azteca ruina,
la poesía, llena de amores, de la hermosa
Zochipapalotl (nombre de flor y mariposa).

Era la fuerte raza de cobre.
                                                Ante ella un día
apareció el hispano con actitud bravía,
ceñido de aureolas entre su arnés guerrero,
como un reverberante camaleón de acero.

Hernán Cortés dio un paso. La acobardada tierra
tembló toda. A lo lejos, se oyó un clarín de guerra.
El águila del charco que pica la serpiente
vino, como una sombra, volando de repente
a parársele encima del casco fatigada;
y, entonces, la serpiente se le enroscó en la espada.

                                    III

Innumerables fueron las heroicas proezas
de Cortés y de todos los suyos.
                                                        Las cabezas
ganaron sus coronas de laurel bravamente.
Los brazos ejercieron en el bosque imponente
olímpicas gimnasias. Los pies en la bravía
montaña abrieron sondas de orgullo y de osadía.
¡Oh las innumerables hazañas españolas!
¿A qué contar las nubes? ¿A qué contar las olas?
Baste saber que nunca ha habido ni habrá nada
más heroico: es preciso recurrir a la Ilíada,
para encontrar apenas héroes —nunca mayores—
que puedan compararse con los Conquistadores.

Los obstáculos que hubo de hallar en su camino
Cortés, fueron muy grandes; pero es más el Destino.
No fue sólo la virgen Natura, que aunque bella
es tan hostil como una desdeñosa doncella;
no fue sólo la cumbre de inaccesibles tramos,
la selva inverosímil de exuberantes ramos,
el despiadado río que interrumpe el sendero,
la galga que de pronto se desprende, el madero
que se troncha, la yerba que disimula el lodo
de un tembladero, el ábrego indomable: fue todo
eso; y además de eso, la envenenada flecha
de un indio, a cada inslaiile, que partía derecha
a clavarse en el anca de un corcel o en el brazo
de un héroe. Inútilmente sonoro arcabuzazo
espantaba el silencio: no era la cobardía
propia de aquellos indios; y la flecha partía...

Con femenina gracia, la virginal Natura
ofrecía a los ojos su pródiga hermosura
como un presente griego; y así la maravilla
de sus montañas llenas de olores de vainilla,
en la que los bisontes galopaban y a veces
gamuzas y venados, y en cuyos ríos peces
había de dibujos tan pintorescos como
los que a la par lucían las fieras en su lomo,
—maravilla de engaño— también echaba al viento
la liebre —mariposa negra— y con el aliento
envenenaba siempre la sangre del que, en día
de Sol, cerca de un charco, rendido se dormía.

Pero más peligroso que la Naturaleza
ha sido siempre el hombre...
                                                    ¿Por qué es que la cabeza
dobla Cortés, dejando caer, como agostada
hoja que se desprende, la hoja de su espada?
Llora... Es la Noche Triste... Capricho de la suerte
arranca llanto a mares del corazón más fuerte;
que no en vano, por otro capricho, también salta
la fuente más profunda de la cumbre más alta.

Llora... Llora... Su gente se desbanda perdida.
Se le escapa la gloria. Se le anubla la vida.
Llora... Llora... Está oculto bajo el árbol piadoso
que sobre él vuelca la ancha copa de su reposo.

Nadie le ve. El encubre su rostro con las manos;
y llora así.
                    ¿Y qué queden valer ojos humanos
para turbarle al héroe sus íntimas querellas,
si le están viendo en cambio más de diez mil estrellas?

¡Ah! Por fin vence; y vence del todo.
                                                                Montezuma
muerto es. Queda cautivo Guatimozín. Se abruma
aquella fuerte raza de cobre, como un tronco
hachado en las raíces. Y entre el empuje bronco
de torrentoso estruendo, la capital fundada
por Tenochi, es a modo de otra Ilión.
                                                                  Con su espada
Hernán Cortés, entonces, hace saltar la puerta
del Palacio.
                      Está en medio de la sala desierta:
la cabeza sacude con un gesto arrogante,
pone en alto la barba, fija un pie hacia adelante;
y lentamente cruza los brazos sobre el pecho,
como alguien que estuviese reclamando un derecho.

                                    IV

Años después, en una noche de mar, sombría
como el remordinñento de un crimen, se veía
un leño en que luchaba contra las convulsiones
de la ola, un cadáver entre cuatro blandones.

Tal desde Iberia a México el héroe regresaba,
a manera del dardo que retorna a su aljaba
como el Cid misterioso de las viejas historias
que hasta después de muerto supo alcanzar victorias,
Cortés dejó las playas de su nativo puerto
y atravesó los mares hasta después de muerto...

autógrafo

José Santos Chocano


Alma América (1906)  

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