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    AMOR DE MADRE

                        I

Antes de que el poeta alce su canto
a un santo amor a quien le debe tanto,
dejad que el hijo que lo santo siente,
comience haciendo, con respeto santo,
la señal de la cruz sobre su frente.
Siempre la sello con el signo eterno
cuando al borde me inclino
del mar inmenso del amor divino
o del torrente del amor materno.
La cuerda del laúd ruda y bravía,
que los canta con mísera armonía,
debiera ser el llamamiento muda,
porque la mano que lo pulsa es mía,
porque la cuerda que responde es ruda,
y el salmo santo de las cosas santas
debe bajar de alturas celestiales
con letras de seráficas gargantas
y acentos de laúdes edeniales.

Por eso, cuando canto,
con pálido decir y acento oscuro,
el amor de aquel Dios, tres veces santo,
o el de aquella mujer, tres veces puro...;
cuando hallar he creído
con mi canción el amoroso emblema
y la recito de esperanza henchido,
me desgarran el alma y el oído,
las míseras estrofas del poema;
rompo el laúd, que acompañó mi canto,
y digo con la voz de la amargura:

¡Señor a quien soñé: Tú eres más santo!
¡Mujer de quien nací: tú eres más pura!

                        II

La he visto arrodillada
junto a la cuna del enfermo hijo,
fija en el ángel la febril mirada
y en Dios clemente el pensamiento fijo.
La carita de nácar y de rosa
era un montón de podredumbre horrendo,
que la zarpa asquerosa
de horrible enfermedad iba pudriendo.
Pero la mano valerosa y fuerte
de la amorosa madre dolorida
daba un toque de vida
sobre cada mordisco de la muerte;
y aquella ardiente boca
de la sublime enamorada loca,
que respiraba lumbre
de amorosa materna calentura,
besaba la espantosa podredumbre
con locos arrebatos de ternura...

Sudor vertiendo y devorando hieles,
yo la vi resignada
al yugo de las bregas más crueles
como una res atada.
La vi en el crudo y frío,
turbio y callado amanecer de enero,
yerta junto al helado lavadero
en las gélidas márgenes del río.
Hacia el bosque sombrío
la vi subir por los barrancos rojos;
la vi bajar de las agrestes faldas,
desgarrando sus plantas los abrojos,
desgarrando la leña sus espaldas...
Y en la espinosa vía
que sube y baja de las agrias crestas,
yo la he visto caer, como caía
Cristo divino con la cruz a cuestas.
Yo la he visto dejar su pobre casa
cuando julio cruel ciega los ojos,
bruñe los cielos y la tierra abrasa,
y en los ardientes áridos rastrojos
disputando su presa a las hormigas,
yo la he visto buscar unas espigas
perdidas entre sábanas de abrojos.
Yo la he visto cargada,
camino de la vega, con la azada,
delante de un verdugo
que a la humana legión desheredada
disputaba a pellizcos un mendrugo,
y en el hijito el pensamiento fijo,
iba la mártir amarrada al yugo,
pues solo de su sangre con el jugo
la mártir amasaba el pan del hijo.

Yo la he visto bajar a los fangales
donde el hijo infeliz se revolcaba
donde las alas de su amor manchaba
con el lobo de amores criminales.
Era una noche brava,
sin luz y fría como el alma loca
de aquel hijo perdido,
que al antro infame a derramar ha ido
baba de impío de la torpe boca,
fango de amor del corazón podrido,
una noche de aquellas
en que, al verse tal vez más ofendido,
vela Dios las estrellas,
y no le queda al hombre
otra luz que el fulgor de las centellas
y el de la fe en el nombre
del Dios que vibra justiciero en ellas
Noches para el hogar, que nadie sabe
si en una de ellas estará dispuesto
que el mundo frágil espantado acabe,
y del naufragio en el momento grave,
el que no esté en su hogar no está en su puesto.
Y en una de esas de terrores llenas,
noches que zumban como el mar airado
el látigo de acero de las penas
echó a la madre de su hogar honrado.

Al hijo desmandado
iba a llamar con doloroso acento
al antro tenebroso donde, hambriento,
encueva sus miserias el pecado.
Detúvose a la puerta,
muerta de angustias y de espanto muerta;
zumbaba loca la feroz orgía,
botaba la borrasca en las alturas,
y otra más brava, sin rugir, vertía
sobre el alma turbiones de amarguras.
El coro de las bestias blasfemaba,
vibraba el antro, el huracán rugía.
Dios relampagueaba
y la vieja infeliz se estremecía.

Estaba oyendo en el feroz concierto
del hondo lupanar, negro y abierto,
la loca voz del réprobo querido...
¡Fuera menos dolor llorarlo muerto
que llorarlo perdido!
Y, acurrucada en la calleja oscura,
como una pordiosera,
transida de dolor con calentura,
con frío de terror y faz de cera,
parecía, velando en la negrura,
la muda estatua del amor que espera
la santa redención de un alma impura.
Salieron de repente
del tenebroso lupanar rugiente
dos hombres ebrios, de mirada loca,
que en la calle pararon frente a frente,
la blasfemia en la boca
y en la mano el cuchillo reluciente...
Una sola embestida,
un opaco rugido maldiciente,
el estruendo mortal de una caída
y un sordo surtidor de sangre hirviente
brotando por la boca de una herida...

Y otro grito vibrante,
plañidero, feroz, dilacerante,
del pecho débil de la madre fuerte,
detuvo al asesino en el instante
del blandir otra vez el humeante
fino puñal sobre el rival inerte.

Antes ebrio de vino,
antes ebrio de rabia vengadora,
y ebrio de sangre ahora,
el bárbaro asesino,
con la más espantosa de las sañas
alza el puñal que ensangrentado oprime
y lo hunde en las entrañas
llenas de amor de la mujer sublime,
y al caer la heroína sobre el hijo,
que en el charco de sangre agonizaba,
«¡Hijo del alma!», dijo
con voz de mártir que a perdón sonaba.

La sangre de la débil ancianita,
cayendo sobre el pecho palpitante
del hijo agonizante,
como lluvia bendita,
corrió caliente hacia la herida abierta,
y el rojo raudalillo desatado
que abierta halló del corazón la puerta,
inundó el corazón del hijo amado.

Las pupilas cuajadas
de la víctima inerte,
cargadas de dolor, de amor cargadas,
hundieron en el cielo sus miradas.
¡Y en él hundidas las dejó la muerte!

Brillaban las estrellas cual topacios
en el húmedo azul de los espacios,
que el soplo del Señor limpió de nubes,
la borrasca pasó, reinó la calma,
y, en su augusto callar, oyó mi alma
que una gentil tropilla de querubes
ante las puertas de oro
del alcázar de Dios, cantaba a coro:
«¡Señor, Señor! En el humano suelo
de tu amor una chispa aun ha quedado
que el alma de una madre trae al cielo
la de un hijo infeliz regenerado!...»

Más sublime te he visto
cuando salvas, ¡oh amor!, que cuando creas.
¡Tú sabes ser como el amor de Cristo,
pues sabes redimir! ¡Bendito seas!

autógrafo

José María Gabriel y Galán


Campesinas (1904)

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