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¡QUÉ NOCHE!

Soñolienta después de la velada
            sentose en una silla,
con los ojos azules entronados
y la rubia cabeza pensativa.

La blanca luna desde el ancho cielo,
            como yerta pupila,
al través de la nubes vacilantes
la vio pálida, inmóvil y dormida.

Por el terso cristal de la ventana
            la luna fugitiva,
sin turbar la quietud de aquel ensueño
rozó el puro rubor de sus mejillas.

Y escondiéndose luego entre los labios
            de la cándida niña,
retozó con las perlas de su boca:
Rojo nido de aromas y de almíbar.

Yo en silencio doblé tranquilamente
            la cabeza rendida...
y contemplé la curva de su seno
tembloroso, cayendo de rodillas.

Tan hermosa la vi, tan hechicera,
            tan pura, tan divina,
que mis labios ardientes se imprimieron
sobre sus labios de frescura nítida.

¡No despertó! Pero asustado y mudo
            me retiré de prisa,
mientras la luna en el opaco cielo
se iba ocultando entre la niebla fría.

Después... más tarde, la conté esa historia
            en confidencias íntimas;
y me dijo: —«¡Si estaba yo despierta!...»
Y continuó: —«¡Qué noche!...» y se reía.



Julio Flórez


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