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LA INFANTICIDA
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN (DE SCHILLER)

¿Qué escucho? Sordamente clamorea
Una y otra campana, y su camino
Corrió la flecha del reló. Pues, ea,
Cúmplase mi destino;
Vamos con el favor del Juez divino:
Llevadme, precursores de la muerte,
Donde el vil criminal su sangre vierte.
Mundo cruel, que con fatal encanto
Las almas envenenas,
Y horas me diste de ventura llenas,
Recibe mis cariños y mi llanto
Cuando fuera de ti la planta llevo.
Ya, mundo corruptor, nada te debo.

  Adiós quedad, contentos de la vida,
Cambiados hoy en podredumbre negra;
Adiós, gozosa edad, edad florida,
Cuya embriaguez el corazón alegra.
Sueños tejidos de oro,
Ilusiones de bien, hijas del cielo,
Quedad en este suelo
Donde perdidas al nacer os lloro.
¡Ay! vuestro verde vástago se trunca
Para que no dé flor ni brote nunca.

  En otro tiempo fue la gala mía
De la inocencia el cándido vestido
Que a la pluma del cisne afrentaría:
Realzaba la túnica preciosa
Cinta gentil de colorada rosa,
Y mi rubio cabello entretejido
Con rosas a la par, luengo pendía.
Víctima del infierno en este día,
De blanquecino traje se me viste;
Pero en lugar ¡ay, triste!
De flores en mi sien, sobre ella veo
Negra banda y capuz, señal de reo.

  Lloradme las que libres de flaqueza
No habéis vuestro decoro mancillado,
Y a quienes da su aroma regalado
El lirio celestial de la pureza.
Si os cupo en suerte el brío que domina
La blanda agitación del pecho hirviente,
Luisa nació mujer, y no heroína.
Yo sentí, cual mujer, humanamente,
Y el sentimiento ni martirio empieza.
Por el brazo de un pérfido cercada,
Quedose mi virtud aletargada.

  Tal vez de otra beldad gira ya en torno
El corazón de sierpe que me olvida,
Y al lado de la mesa de su adorno
En platica de amor su ingenio apura
Cuando abren para mí la sepultura.
Con los rizos quizá de su querida
Liviano juguetea,
Y el ósculo recoge y saborea
Con que ella le convida,
Cuando en el tajo mi garganta rota,
La sangre en alto desde el tronco brota.

  ¡Permita Dios, Hermán, (8) que donde quiera
Te persiga mi coro funerario,
Y en tus oídos temerosa hiera
La rebramante voz del campanario!
Cuando del labio de la dama tuya
Entre susurro misterioso y tierno
Torrente para ti de gozo fluya,
Una saeta parta del infierno,
Que de improviso deje atravesada
La imagen del deleite sonrosada.

  Tanto dolor de quien por ti vivía,
¿No fue para ti nada, ¡oh fementido!
Nada el oprobio que por ti sufría?
¿Nada para tu pecho empedernido
Lo que al león y al tigre ablandaría,
El ser en mis entrañas escondido?
Huyes ¡ah! Tu bajel rápido boga;
Y en tanto que le miro, y que la pena
Mis ojos nubla, mi gemir ahoga,
Tú en la margen del Sena
Contra víctima nueva, en torpe amaño,
Diriges el suspiro del engaño.

  En el regazo maternal yacía
Reposando feliz el tierno infante,
Y al capullo entreabierto semejante,
Su labio encantador se sonreía.
Con placer congojoso descubría
En cada rasgo yo de aquel semblante
La faz que un tiempo mis delicias era;
Y a la vez me asaltaban a porfía,
Ya del cariño la piedad primera,
Ya desesperación bárbara y fiera.

  «Mujer, ¿qué es de mi padre?» me gritaba
Muda su tierna voz, muda y de trueno.
«Mujer, ¿qué es de tu esposo?» retumbaba
Cada rincón de mi angustiado seno.
¡Ay, huérfano inocente!
Será en vano buscar al inclemente
que tal vez otros hijos acaricia:
Tú con harta justicia
Maldecirás la dicha delincuente
De la mujer y el hombre
Que te legaron de bastardo el nombre.

  En el inmenso mundo
Solitaria tu madre se veía
Con su dolor profundo,
Y abrasadora sed la consumía
Cada vez que, abrazándote, gustaba
Goces que el deshonor acibaraba.
Del ya pasado tiempo de alegría
Cada vagido tuyo despertaba
El recuerdo cruel y despechado,
Y puñal aguzado
Para la triste Luisa
Era, hijo mío, tu infantil sonrisa.

  Suplicio si evitaba tu presencia,
Suplicio igual teniéndote presente
Los abrazos que daba tu inocencia,
Fatal recuerdo del perdido ausente,
Me ligaban el cuello cual dogales
De furias infernales.
Tronando me aturdía
Voz como si se alzara de la huesa,
Que siempre del aleve la promesa,
Que siempre su perjurio repetía;
Y en la red de Satán así sin tino,
Se convirtió la madre en asesino.

  Permita Dios, Hermán, que donde huyeres,
Te acose infatigable sombra airada,
Que te despierte con su mano helada
En el dulce soñar de los placeres.
De las estrellas en la luz radiante
Mires centelleando la mirada
Del hijo agonizante;
Y cuando rindas el postrer aliento,
Salga a encontrarte pálido y sangriento,
Y azote que en su diestra te amenace,
Lejos del paraíso te rechace.

  Contémplale a mis pies inanimado,
Y a mí que, inmóvil, yerta
Y el juicio conturbado,
Correr miraba por la herida abierta
De su sangre el torrente,
Que se llevó mi vida juntamente.
Mas ¡ay! de la justicia el enviado
Ya pulsa con estrépito mi puerta.
Golpe más duro aún mi pecho siente
Que el golpe que ha sonado.
Corro: la fría muerte apague luego
Este afán que me abrasa como fuego.

  Es un Dios de piedad el de los fieles;
Yo, Hermán, soy pecadora y te perdono:
Quiero al morir sacrificar mi encono,
Y en holocausto ofrezco tus papeles.
Brotad de los tizones,
Llamas, brotad. ¡Albricias!
Arde la oferta de su fe traidora,
Y ¡oh! ¡cómo de los pérfidos renglones,
Henchidos de lisonjas y caricias,
El fuego se apodera y los devora!
Prendas de gozo ayer, hoy de quebranto,
¿Qué hubo que para mí valiera tanto?

  Tiembla de tu belleza seductora;
Tiembla, mujer, del que adorarte jura:
Lazo de mi virtud fue mi hermosura,
Y en el cadalso la maldigo ahora.
¿Qué miro? ¡Cielos! ¡El verdugo llora!
Ceñidme ya, y acabe mi martirio;
Ceñidme con presteza
Un lienzo alrededor de la cabeza.
Para tronchar un lirio,
¿Te ha de faltar denuedo?
No mudes de color: hiere sin miedo.

autógrafo

Juan Eugenio Hartzenbusch


Juan Eugenio Hartzenbusch  

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