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  RETÓRICA DEL PAISAJE

A Mauricio Magdaleno

En el tiempo compacto
de los dos mil trescientos metros de la altura,
los paisajes están en un solo acto.
El aire es siempre exacto
en su tiempo tonal; sabe escultura
porque un pintor en tan vastos andamios
puede fraguar los delirantes cadmios
y acompasar geométricas figuras.

(Los claros adjetivos
ecuestres en caballos sustantivos...)

Porque la realidad es cosa mía,
es decir, lo que usted nunca verá,
en un plato le da Santa Lucía
los ojos convenientes. (Cortesía
de la Iglesia Romana que usted devolverá).
Veamos:
la flora es intocable; en cutis verde
la aguja del tatuaje, defensiva
punza el tacto a distancia.
Chillan flores carnales
sobre el nopal que sesga sus etapas
rimadas en elipse. Si hundo los pedales
surge en esbelto prisma el cactus órgano,
cuyo bisel alfiletero agarra
pequeñas nubes de heno.
El cactus cuya fálica erección
límite varonil marca al terreno.
El maguey en hileras militares
alerta el armamento y en su espera
endulza al agua de su sed de guerra
y emborracha al ladrón de sus panales.
Cuando se rinde al tiempo alza una lanza
de heroica flor.

Con su sombra metálica
endosela el mezquite siestas largas.
Un toro y una nube y el arbusto.
(Se hace el ojo al espacio, juega y carga).

Así es el verde quieto, la esperanza
de escultórico juego en el paisaje.
En los cambios de cielo hay un celaje
inmóvil, que se borra en su constancia.

Sólo el árbol pirú, primo del sauce,
su copa vuelca en el mantel del llano,
y en ramos de coral tiende la mano
junto a los lavaderos de algún cauce.

El verde cae en la trampa de los grises.
Cien pueblos apedrearon este valle
y por eso las casas y la calle
son de una sola pieza.
Se reduce el lenguaje y la tristeza
es sobria como sombra de detalle.
El amarillo seco se encamina,
ya entre la milpa vieja que el viento papelea,
o en la resbaladiza llaga de la mina
de arena.

Si echo la cara atrás de lo que digo,
la cordillera sube hasta las nieves
perpetuas.
Detrás de ellas el sol desnuda el cielo
y cuando le abandona sus soberbios harapos,
las dos enormes cumbres echan su historia al fuego.

Y hay águilas que cambian huracanes
por resonantes víboras,
aunque hayan de cogerlas en nopales.

La prodigiosa juventud del aire
convida a estar desnudo.
Y en un modesto orgullo de silencio
ganarse loterías de momentos
para costear los oros del escudo.

La escenografía de las quietudes.
Ya no importa el color, sino lo claro.
Sola sabiduría de los grises
que está bien en la huerta y en el teatro.
¿Para qué el adjetivo si las cosas
todas, claras, se ven por cuatro lados?

¡Los nombres de las cosas!
De este valle,
es toda la retórica.

autógrafo

Carlos Pellicer


Hora de junio (1937)  

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